Jorge Curinao: “en la Patagonia hay viento y hay suicidio” julio 17, 2023 – Publicado en: Uncategorized
Nací una madrugada de mucho frío en Río Gallegos, Santa Cruz, en 1979. Tercero y último hijo de un matrimonio de laburantes. Mapuche hasta los huesos. Mis padres se conocieron en Río Grande, Tierra del Fuego. Habían llegado hasta el sur en búsqueda de una mejor vida. Felicinda, mi madre, llegó en barco desde la Isla de Chiloé y Sebastián, mi padre, desde un pueblo cordillerano chubutense llamado Tecka, a 89 kilómetros de Esquel. El alcohol fue una suerte de marca registrada, sobre todo en mi familia paterna. Los mapuches tenemos un tema con el alcohol, creo que por eso soy abstemio.
Cuando se casaron, vinieron a vivir a Río Gallegos. Nunca nos faltaron los festejos de cumpleaños, los regalos. Mi madre trabajó unos años en tareas de limpieza y luego entró a la administración pública. Allí servía el café, ese fue su trabajo hasta que se jubiló. Todos la recuerdan como una buena compañera. Mi padre, luego de hacer varios oficios, entró a Vialidad Provincial. Su desaparición y posterior muerte siempre será un misterio. Nunca nadie supo qué le pudo haber pasado. Estuvo un mes y 5 días desaparecido hasta que unos pescadores encontraron su cuerpo a orillas del mar, en el Cabo Buen Tiempo, en el extremo norte de la desembocadura del río Gallegos. No era pescador, ni nada por el estilo. Por el contrario, no le gustaba el mar. Le temía. “Muerte por inmersión”, dijo la autopsia y caso cerrado. Tenía 47 años. El día que nos avisaron había un viento infernal, de más de 100 kilómetros por hora. Río Gallegos tiene la particularidad de ser la segunda ciudad más ventosa del mundo.
Recibimos la noticia junto a Guillermo, mi hermano del medio, al salir del comedor escolar. No pude llorar, no entendía. No tuve reacción. Los recuerdos que tengo de mi padre no son buenos: una vez me fue a buscar embriagado al colegio. Preguntaba por un tal “Gustavo”. No sé acordaba de mi nombre. “Gustavo”, repetía como un mantra. No recuerdo un paseo, una caricia. No recuerdo su tono de voz, y eso me apena. No sé cómo era su forma de caminar. Tampoco lo recuerdo como una persona violenta. Tengo algunas fotos de él en que me veo muy parecido físicamente. Hay una, paradójicamente, en la que está mirando el mar, vestido de saco y corbata. Me gusta esa imagen.
Durante los 36 días que estuvo desaparecido rezaba para que volviera. Mirar el cielo, con mis 8 años, y pedir que regrese fue el primer poema que escribí. Solíamos ir, junto a Guillermo, hasta la parada del colectivo que lo traía del trabajo. Bajaban sus compañeros, pero él no. También lo buscamos por la zona de los bares del centro. Nada. El mismo día que los medios de comunicación iban a difundir su imagen, por desaparición de persona, fue el día que encontraron su cuerpo.
Junto a Sebastián, mi hermano mayor, elegimos el lugar dónde iba a quedar en el cementerio. Tampoco entendía qué eran esos rituales, los rituales de la muerte. Por la mañana, junto a mi madre, habíamos elegido el ataúd. En un momento, ella se alejó a firmar unos papeles y me quedé solo en medio de los féretros que estaban abiertos y de pie. Esa imagen me sigue revoloteando. Una canción del Indio Solari me la recuerda: “¿Cómo será andar solito allá en la muerte?”. Algo así. Su cuerpo fue velado a cajón cerrado, por el avanzado estado de descomposición. Ahí supe que los pájaros, a los que mueren a la intemperie, lo primero que les comen son los ojos. Acá no hay metáfora. Es así. Hubiese querido verlo por última vez, pero no me dejaron. El médico forense le dijo a mi madre que no era conveniente. En el sepelio, una vecina me puso tierra en las manos y me dijo: “Arrojala”, y así lo hice. Sólo tengo un recorte del diario local de ese día. “Encontraron cadáver en Cabo Buen Tiempo”, decía el título de una pequeña nota de la sección Policiales del diario La Opinión Austral. Una hoja amarilla en el lugar del recuerdo.
Hoy, que me estoy acercando a cumplir la edad que él tenía cuando murió, me sigo preguntando: ¿qué le pudo haber pasado?, ¿cómo habrán sido sus últimos momentos?, ¿alguien le hizo algo?, ¿decidió terminar con su propia vida? También me pregunto cómo habría sido mi vida con su presencia. Cuántos momentos tristes me habría evitado. ¿Habría sido distinta?, ¿habría estado la poesía para sostenerme? No lo sé. Nadie lo sabe.
La vida siguió. Mi madre tenía por delante una gran responsabilidad: Sebastián tenía 17 años, Guillermo, 11, y yo, 8. Todo un desafío para una mujer que había soñado formar una familia en el sur de un país extranjero y sembrar la semilla de lo bueno.
En el comedor escolar la pasábamos lindo, aunque a veces la comida no era rica. La encargada, Doña Kika, nos trataba con amor. Al salir, nos esperaba en la puerta y nos despedía con una caricia en la cabeza. A algunos niños no les gustaba eso, y la esquivaban. A mí no, al contrario. Me parecía un gesto hermoso, como quien te da la bendición. Cuando mi hermano terminó el primario, la eligió para que le entregara el diploma. Aprendimos a rezar, a compartir el plato de comida, a respetar al compañero. En las vacaciones de verano, al ir menos niños, los platos eran abundantes y, a los que nos quedábamos a juntar los platos, nos daban doble ración de postre. Y una vez al año nos daban una porción de torta, por el aniversario de la escuela. Doña Kika también murió joven. Lloramos mucho el día que nos avisaron, esa herida nos atravesó, y nos dejó un poco más solos. Más tristes.
“Bendice, Señor, estos alimentos que hoy nos has dado para que nos den fuerza y salud. Gracias por las manos que los prepararon y por aquellos que nos los han servido. Por favor, guía y protege a quienes no tienen comida, y ayúdanos a compartir con ellos lo que tenemos. Amén”. Así era uno de nuestros rezos. Nos poníamos de pie, un niño empezaba y el resto lo seguía. A Guillermo le gustaba pasar al frente y a mí me daba orgullo.
La ausencia paterna no se hizo notar en esa etapa de mi vida. Los tres hermanos nos acompañábamos y nos protegíamos mutuamente. En el colegio, yo era un niño educado, silencioso. “Muy reservado. Expresión oral escasa”, decían la mayoría de mis boletines. Era muy distinto a mis hermanos, que eran extrovertidos. Me gustaba ir hasta el río, llevar mis binoculares y quedarme ahí, en la costa, mirando las formas de los cerros. Es algo que aún sigo haciendo.
No me gustaba ir a los cumpleaños, a las fiestas. Me sigue sin gustar ese tipo de reuniones.
Era feliz jugando a la pelota en la calle, esa sensación de libertad sólo es comparable cuando entro en sintonía con la poesía. Los domingos escuchaba los partidos por radio. Los relatos de Víctor Hugo y las previas de Alejandro Apo, leyendo los cuentos de Fontanarrosa, me volaban la cabeza.
La historia terminó, o se repitió, al llegar la adolescencia, diez años después.
Guillermo fue una persona hermosa, luminosa, rodeado de amigos, pero el alcohol y, luego, el consumo de drogas, se lo llevó muy pronto. Adicción, no sé porqué me cuesta tanto nombrar esa palabra. Murió con apenas 30 años. Perder un hermano a esa edad es una de las experiencias más traumáticas. Hubo una generación, en mi barrio, de chicos que se quitaron la vida. Aprendieron a hacer el nudo de la soga antes de cruzar la calle. Eso nos marcó a los pibes que estábamos relacionados con el rock, a los que íbamos a los recitales que había en esa época, a fines de los noventa y principios de los dos mil. Esa también es una característica del sur, la temporada de suicidios. En Patagonia hay viento y hay suicidio. Hay que ingeniárselas para no pasarla mal porque la vida al aire libre, sobre todo en invierno, no existe. Los que vienen aquí ya se están yendo. Tener un buen equipo de audio puede ser la salvación, en algunos casos.
Mi hermano estaba cansado de vivir, ya no quería más nada, eso me decía. Tres meses antes, en enero de 2006, uno de sus mejores amigos se suicidó en una obra en construcción y eso lo terminó de tumbar. Lo hundió en una depresión de la cual no pudo salir.
Tuvo varias internaciones. Algunas en Buenos Aires, otra en una comunidad terapéutica de Bariloche, y la última, en el Centro de Salud Mental de nuestra ciudad. Mis visitas no duraban más de una hora, eso era lo permitido. Siempre lo encontraba en la cama. Salíamos a caminar un rato por el patio. Se quedaba en silencio, le incomodaba mi presencia. Me encargaba alguna golosina para la próxima visita. Las gomitas de menta eran sus preferidas. Sus ojos habían perdido el brillo. Justo él, que fue la persona más alegre que conocí.
Murió en mis brazos. Fui la última persona que vio en su vida, y eso, de alguna manera, me consuela. Se descompuso, camino a casa. Unos vecinos me avisaron y fui corriendo. Cuando llegué, estaban la policía, los del canal de televisión y un mar de gente. Les pedí, por favor, que no lo tocaran, que no lo filmaran. Nos respetaron y así lo hicieron. Lo acaricié hasta que llegó la ambulancia. “Tengo frío”, me alcanzó a decir, con los ojos levemente abiertos. Ya era tarde, se estaba desangrando. Su cuerpo no aguantó más. “¿Tu hermano consume drogas?”, fue lo primero que me preguntó la doctora en terapia intensiva. “Sí”, le contesté con un poco de vergüenza y de culpa. No había más qué hacer. A las diez menos cuarto de la noche de un 14 de abril, se iba de este mundo.
Unos días antes, me había pedido que lo llevara a una óptica. Quería cambiar sus lentes de contacto. Antes de bajarse del auto, me agradeció. Me dijo que nunca lo olvidara y que le llevara flores al cementerio. Me dijo que cuidara de Nico, su hijo. Ese día volví llorando. La muerte empezaba a pisarme los talones nuevamente. “Eternos”, decía el último tatuaje que se hizo, en honor a Osvaldo Civile, el legendario guitarrista de Horcas, la banda de trash metal.
Por alguna razón, nunca charlamos de nuestra infancia, de esos años en el comedor escolar. No le gustaba tocar esos temas, al menos conmigo. Me hubiera gustado que eso sucediera. Esos diálogos no existieron, pero sí compartíamos música. La última banda que me recomendó fue La Oreja de Van Gogh. “Esta banda te va a encantar, negro”, me dijo. Y me dejó el álbum El viaje de Copperpot.
Después de 17 años de su partida, tomé la decisión de regalarle sus remeras a algunos de sus amigos. Las tenía guardada en un bolso. Remeras negras, metaleras. Ese acto de desprenderme de algo tan preciado para él fue sanador. Me quedé con una de Ozzy Osbourne, la de esa imagen icónica en la que está levantando a Randy Rhoads.
No volví a ir a un recital y no me hace bien ir al cementerio, pero cada vez que lo hago, les llevo el ramo de flores más lindo, cambio sus fotos, miro sus fechas, que también son las mías, y me quedo un rato ahí, con mis pensamientos. Ambos descansan en la misma tumba.
A veces pienso que sus muertes tempranas me hicieron envejecer de golpe. Habita en mí una forma extraña de ver el mundo, como si fuera el último día, con nostalgia. No en el sentido de tirar la casa por la ventana sino de intentar disfrutar cada minuto. Ser consciente de que la vida es un instante, pasa muy rápido. Me duelen sus ausencias, las llevo conmigo todos los días. Lloro, pero en algún momento, no sé cómo ni cuándo, salgo a la calle y me aferro a los pequeños gestos, a las canciones. Me gusta andar solo, salir a pedalear, atravesar el desierto. Soy de los que cruzan los puentes a las tres de la mañana. Mi sueño es fotografiar el viento.
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Jorge Curinao es poeta. Trabajó en la calle, cobrando el estacionamiento y de parapalos en un bowling. Allí, mientras acomodaba esos benditos palos, escribió “Sábanas de viento”, su primer libro, que fue premiado para su publicación en el concurso Mi Primer Libro, en el 2006. Luego publicó “Plegarias del humo”, “Cactus”, “Nadando”, “Otros animales”, “Gorriones de la noche” y “Los álamos cantan en el viento”. Recientemente su obra “Restos de ciudad” resultó ganadora en la primera edición del Fondo Editorial Santacruceño (FES). Desde hace dieciséis años se desempeña como tallerista en el Municipio, donde coordina clases de inglés. Le gusta viajar por el sur, pedalear contra el viento, cuidar de sus sauces. Es fana de River y de Río Gallegos, la ciudad donde vive.
Fuente: Clarín