«La pasión extranjera», o de cómo poner de cabeza al libro de viaje septiembre 11, 2019 – Publicado en: Entrevistas
Por Máximo Soto
Humillar poéticamente a Gran Bretaña como el desquite personal de un patagónico a las opiniones de Chatwin sobre la Patagonia es parte de lo que contiene “La pasión extranjera” (Espacio Hudson), de Cristian Aliaga. Aliaga es catedrático, docente de Comunicación Social en la Universidad Nacional de la Patagonia. En Lago Puelo, donde vive, en Chubut, cerca de Bariloche, creó la editorial Espacio Hudson, que ya lleva ya más de medio centenar de obras publicadas. Aliaga, un viajero impenitente, ha escrito doce libros. En su paso por Buenos Aires dialogamos con él.
Periodista: Relato por flashes, anotaciones de un poeta flaneur, road movie, contra crónica turística, ¿qué es “La pasión extranjera”?
Cristian Aliaga: En un libro anterior, “Música desconocida para viajes”, contaba de lugares de la Patagonia, lugares marginales, marginados. En ese libro comencé a experimentar con el cruce de la prosa poética y la crónica buscando favorecer la intensidad. Partí del hecho de que el libro de viajes está muy trajinado. Tiene una larga tradición con cosas buenas y malas. Hoy el libro de viajes es un relato de lo que se sabe que se va a encontrar. Llevan a lugares que admiramos y nos traemos una postal del desamparo. Carlos Gamerro, en la presentación de aquel libro, me desafió: ¿qué le pasa a un tipo que entrena el ojo en la Patagonia, donde no hay nada, cuando va a Europa, que hay de todo? Me propuse un contra viaje. Dejar de lado la anécdota central. Contar el Museo Británico se hizo muchas veces. Miré de otro modo. Digo al pasar: quienes nacieron en los confines de los que fueron arrancados estos objetos llegan con la emoción y la culpa del vencido a mendigar una postal de su pasado.
P.: ¿Cómo es el contra-viaje?
C.A.: Sobre el final de “La pasión extranjera”, en “Teorías del viaje”, reflexiono irónicamente sobre por qué viajamos y en qué se ha convertido el viaje. Es una especie de la búsqueda de la felicidad obligatoria. Vamos 48 horas a un lugar y tenemos la imposición de ver, y además de disfrutar, y además de comprar. La gente que va a un museo antes que nada va al local donde venden recuerdos. El viaje que se pensó como un ejercicio de la libertad, u escapar de las rutinas, se vuelve una experiencia reglada. Se viaja con agenda armada. Y la conexión real se logra cuando uno se sale del circuito, se escapa de lo establecido y hace el viaje propio, se apropia del viaje. Es el goce del flaneur, del que anda sin rumbo ejerciendo su libertad.