La figura de la difusora cultural y cantante mapuche Aimé Painé está en foco, a pesar de haber transcurrido 33 años desde su muerte. El paso por la vida de aquella hermosa y valiente mujer no pierde vigencia. Contribuyen para ello el excelente libro de la periodista Cristina Rafanelli, publicado inicialmente en el 2011, y también en menor medida una mediocre miniserie para televisión, que se estrenó en el 2018 y se relanzó este año en una plataforma digital.
Una nueva edición de «Aimé Painé, la voz del pueblo mapuche», la obra de Cristina Rafanelli antes citada, se acaba de presentar ampliada y notablemente enriquecida. El intenso recorrido por las 385 páginas del volumen, editado por Espacio Hudson, introduce en la voz y el canto de su protagonista, pero también permite reconstruir dramáticos momentos de su existencia signada por la tragedia, y sobre todo nos compromete con la memoria de sus luchas. Porque Aimé Painé fue una artista política, y eso queda muy claro en este libro, resultado de una prolija recuperación de datos, entrevistas y testimonios.
Cuatro conversaciones con finalidad periodística -la primera hacia fines de 1979 y la última en abril de 1987-fueron suficientes para que Rafanelli captara la sensibilidad de Aimé, interesándose en aspectos de su personalidad que permanecían ocultos debajo del ropaje y la platería tradicionales que utilizaba habitualmente, pero sobre todo cuando asumía el rol de «werken» (mensajera) de su gente.
«Cuando vi a Aimé por primera vez me impresionó sobremanera. Vestida como las mujeres mapuches antiguas, con su canto milenario, su manera de hablar tan delicada, tan fina, pero a su vez tan firme en sus convicciones, parecía una princesa hablando de su pueblo marginado» advierte la autora en la introducción.
Desde allí parte una sólida crónica que reconstruye etapas desdichadas de la vida de la cantante y difusora mapuche, esencialmente entre la infancia y la primera juventud; el descubrimiento de su verdadera historia personal hacia los veintipico de años; el intenso recorrido laborioso de aprendizaje de la lengua y las canciones de raíz ancestral, y una fugaz etapa de consagración -quizás apenas un lustro- donde probablemente haya gozado por el reconocimiento entre sus hermanos y, también, en el mundo de los blancos, con momentos culminantes sentada a la mesa de los famosos almuerzos televisivos, y cuando la llevaron a Europa para una gira de charlas en prestigiosos ateneos.
El antropólogo Carlos Martínez Sarasola, que estimuló la investigación original y después acompañó en la primera presentación pública de la edición inicial, dijo aquella vez que «Aimé Painé trabajó con compromiso en un momento evolutivo de convergencia entre las culturas indígena y occidental, con la posibilidad de crear un nuevo territorio, de todos, sin perder cada parte su identidad pero caminando juntos». Cristina Rafanelli coincide en esa perspectiva y avanza, atando los nudos de la cuerda que sostiene el delicado equilibrio de Aimé, cuando salta por encima de tantísimas dificultades.
Anota así frases de Aimé que denotan dolor y fortaleza. «La gente me pregunta si no me siento presa en estos muros (en Buenos Aires), amando como amo los paisajes desolados de la Patagonia, donde nací. Les cuesta entender que desde mi infancia, en el internado, estoy acostumbrada a celdas como éstas».
Una profesora de historia, que reconocía su semblante mapuche, le dijo una vez: «no tenés que olvidar que tu pueblo fue un pueblo de valientes».
Tiempo después, en una entrevista con el escritor Leopoldo Brizuela (citada en distintos momentos por Rafanelli) Aimé sostuvo que «durante toda la infancia me aferré a esa frase, la recordé siempre como unas palabras mágicas capaces de conjurar el fantasma de la locura. Porque, ¿puede alguien imaginar el infierno que debe surcar un niño al que diariamente le machacan que su pueblo es un pueblo de bárbaros, de salvajes, de asesinos?»
La autora pone énfasis en los tiempos de la infancia de la protagonista y desmenuza con ojo crítico los momentos en los que se produce, paulatina y dramáticamente, la anticipación de algunas de sus conductas en la juventud y trunca vida adulta. Con sentido oportuno construye un relato cargado de significación, con expresiones que consolidan un tono trágico en la vida de Aimé. Dice que «cruzar el abismo que produce la ausencia de una identidad definitiva fue quizás el mayor desafío de su vida», y subraya «recién cuando decidió rescatar sus raíces pudo encontrarse a si misma».
«Fortalecida en sus raíces Aimé fue creciendo como un árbol desde lo más profundo de la tierra. Había dejado de ser aquella muchacha insegura en busca de su identidad, para transformarse en una mujer que sabía muy bien qué quería, tanto para su profesión, como para su gente» añade.
Rafanelli revela, además, las estremecedoras circunstancias de la vida de Aimé en Buenos Aires, poniendo en recuadro su propia voz: «Todo es ajeno aquí. Nadie me ve. Nadie ve a esta mujer que camina las calles de la ciudad. Nadie ve los animales que corren dentro de mi piel, el bosque profundo de árboles del sur, las abuelas oscuras que miran a través de mí, y observan todo y viajan todavía». Ese segmento describe «el oscuro edificio de la calle Agüero» en donde ella habitaba, un encargado que era soplón de los milicos en plena noche del terror y obturaba con cinta las mirillas de las puertas para evitar miradas indiscretas si los inquilinos escuchaban el paso de los borceguíes, un amante santafesino que le prestaba el departamento y la visitaba de vez en cuando, algún trastorno psíquico y una internación en la Clínica Guadalupe. Toda esta lúgubre etapa contada por Graciela, la hija del encargado, su amiga y confidente, por entonces.
En contraposición está el capítulo sobre «el camino del canto», con la maravillosa secuencia de encuentros con esas abuelas inspiradoras, con los «lonkos» y con los niños, hacia quienes Aimé (que no tuvo hijos) sentía una especial predisposición. Los viajes por escenarios patagónicos fueron reconfortantes, aquí se la pudo ver espléndida y feliz, por eso se la recuerda luminosa y brillante como una «kalfucura», la piedra azul sagrada de su pueblo.
Esta segunda edición de «Aimé Painé. La voz del pueblo mapuche» está fortalecida y extendida. Contiene un insert de 26 páginas con fotos de ella, la mayoría nunca publicadas hasta ahora; y hay una parte que reúne un variado y multicolor desfile de opiniones acerca de la cantante y difusora de la cultura mapuche, con la participación de León Gieco, Luis Landriscina, Beatriz Pichimalén, Suma Paz, Marité Berbel, Luisa Calcumil, Juan Namuncurá, y Charo Bogarín (la actriz que intentó ponerse en la piel de Aimé en la serie ya aludida), entre otros.
Suma Paz y León Gieco recuerdan haberla conocido, hacia 1982, por sus participaciones en el Movimiento para la Reconstrucción de la Cultura Nacional, que surgió con gran dinamismo en las postrimerías de la dictadura militar.
La historiadora Graciela Sáez sostiene que «los que pudimos gozar de algunas de sus actuaciones y más aún de su compañía en algunas ocasiones hemos estado frente a una granmujer, y no me refiero solamente a su condición artística, sino a su otra dimensión, la de incansable luchadora por la reivindicación y el respeto a los derechos de su pueblo. Altiva, orgullosamente supo transmitir las voces sumergidas, pisoteadas, y hacerlas grandes y magníficamente sonoras».
La cantante mapuche Anahí Rayén Marihuán, una de las jóvenes continuadoras de esta huella de investigación, creación y divulgación de lo originario, considera que «si Aimé estuviera hoy sería una más de nosotros. No sería la única. No le costaría tanto sufrimiento la exposición y no se le generarían tantas dudas, ni le costaría encontrar gente que le ayudara a seguir su camino. Porque finalmente este es un camino doloroso por cuanto nada es fácil para nuestro pueblo».
Un segmento muy interesante y necesario es el que Cristina Rafanelli titula «Lo que Aimé no vio», conteniendo una apretada reseña informativa sobre hechos y situaciones posteriores a la temprana muerte de la protagonista; tales como la creación de la bandera mapuche, la recuperación de tradiciones ancestrales (que se ocultaron en los años inmediatos al genocidio y atropello de la campaña militar) y el fortalecimiento de la identidad territorial en el «wallmapu».
En esta parte la autora también aborda, sin temerle a la polémica, el análisis de la controvertida figura y pensamiento de Rodolfo Casamiquela, reconocido por la propia Aimé Painé como su principal orientador en el camino hacia sus orígenes culturales, allá por la década de los años 70. Con tal sentido revisa las posturas y contradicciones del conocido investigador, quien en un tiempo era admitido como observador «winka» en ceremonias sagradas sólo reservadas para el pueblo mapuche y simpatizaba en reciprocidad con algunos de sus referentes, hasta que de pronto lanzó y propagandizó dos mitos: que los mapuches son chilenos y que los mapuches exterminaron a los tehuelches, generando un natural rechazo entre los descendientes de Sayhueque, Inacayal, Kalfucurá y otros grandes «lonkos».
Rafanelli también se refiere a la antropología moderna que disuelve las ficticias fronteras a un lado y otro de los Andes; y se adentra en la muy reciente aparición de la teoría del indio como «nuevo enemigo interno» para la civilización occidental y capitalista, la invención en los discursos oficialistas de una amenazante Resistencia Ancestral Mapuche y la provocación de conflictos.
En un subcapítulo titulado «La segunda campaña del desierto» con absoluta claridad puntualiza: «Durante cuatro años gobernaron la Argentina varios descendientes de los principales hacedores (de la primera campaña) como Esteban Bullrich y Patricia Bullrich Luro Pueyrredón, ambos descendientes de Adolfo Bullrich, militar e intendente de la ciudad de Buenos Aires durante la segunda presidencia de Julio A. Roca, quien manejaba la casa de remates que distribuía las tierras quitadas a los indios, en donde hoy se encuentra el shopping Patio Bullrich.Por otra parte Marcos Peña Braun, quien era jefe de Gabinete del gobierno de Mauricio Macri y su primo Miguel Braun -secretario de Comercio- son descendientes de los Braun Menéndez, dueños del supermercado La Anónima y denunciados en ‘La Patagonia Trágica’ de José María Borrero por contratar cazadores de indios para exterminar a los selknam y otros pueblos originarios del sur».
El volumen se complementa con detalles sobre los pocos registros grabados con la voz de Aimé Painé; las distintas presentaciones y repercusiones de la primera edición de la obra; el itinerario de la gira europea de la protagonista a mediados de 1987; y un glosario de los términos del mapuzugun intercalados en el texto.
Merece un párrafo especial la transcripción en lengua castellana de las bellas letras de los «tahil» (cantos sagrados mapuches) que Aimé recopiló de abuelas y abuelos y los interpretaba en mapuzugun en sus recitales con finalidad didáctica. Se trata de una muy valiosa contribución, que se suma a todo un enorme bagaje de información de primeras fuentes, análisis inteligente y conjeturas oportunas que Cristina Rafanelli nos obsequia en este libro,para permitir un acercamiento íntimo pero respetuoso hacia Aimé Painé, su voz y canto, tragedia y memoria, y a través de su transparente figura conocer más y entender mucho mejor aún las ignoradas y vilipendiadas razones de las lamngen (hermanas) y los peñi (hermanos) mapuches. (Agencia Periodística Patagónica)