“El cuidador del oso” y otros poemas de Cristian Aliaga marzo 14, 2022 – Publicado en: Poesía
El precio espiritual
Para Artaud, en su memoria
Guardo un objeto, lo limpio con paciencia, ayudo a convertirlo en recuerdo, adquiere matices pardos, parece relevante en su materia avejentada, sube su precio espiritual, guardado entre objetos otros que también duran por pura constitución material. El tiempo va pasando, le asigno importancia, lo paso de una caja a un cofre, a veces lo extraigo con cuidado y me dedico a contemplarlo. Es bello ahora, cada vez más se parece a una pieza única de un pasado perfecto e irrepetible. Merece ser resguardado en una caja de seguridad, es una lucha contra el tiempo y se ha convertido en símbolo de una existencia, tiene esa consistencia. Me despierto, la mañana empieza como un dolor en el vientre, una enfermedad paranoica, y para conjurar la ilusión arrojo el hueso o la piedra tallada a la basura común de toda la vida.
(Rodez)
El cuidador del oso
El Circo del Estado de Moscú tiene función en Inglaterra. La
comparsa dura más que el Estado de Stalin, su continuidad
ignora el derrumbe de cualquier muro. Es de otro material
o espíritu esta gente, no necesita lamentar gulags para
divertir a Occidente. Es precario este Estado, un remedo
que viaja lejos de su origen para mostrar lo que no tiene y
sugestionar un poco a los presentes con prestidigitación y
paraísos de cartón piedra al alcance del nuevo proletariado,
que aquí aún paga la entrada. Quedan equilibristas, damas
de a caballo y domadores de animales irreconocibles.
Al circo le cuesta regresar a Moscú, y se sospecha que el
viaje es un anuncio que se postergará para siempre. En
los camarines del antiguo presentador, viejos banderines
del Spartak; fotos de Gagarin y Trotsky. El público inglés
aplaude a los animales por compasión, y el payaso ruso les
resulta feroz. El cuidador del oso me dice que la vejez acosa
al animal. Es lo único auténtico de este circo, insiste. Todo
durará mientras viva ese animal de Siberia.
(Newcastle)
La oveja
¿Levantar la cabeza?
¿Dónde cree que estamos, en la Patagonia?
Samuel Beckett
Atrapada por el cuello al alambre de púas, un mal movimiento la degollaría. La oveja desliza milímetros su cabeza hasta quedar inmóvil a la espera de una solución que escapa a sus propios movimientos. Su cabeza no piensa, ni esboza cursos de acción, apenas percibe el suave ardor de los alambres puntiagudos, mientras a unos metros del alambrado los vehículos atraviesan la soledad. Pasan sin verla, o ven apenas la imagen fugaz de una oveja que permanece muy cerca de la ruta, en una inmovilidad sólo rota por gestos imperceptibles. Atrapada por el cuello al alambre de púas, oye la secuencia creciente y luego decreciente de los motores, quieta se queda y algo semejante al placer percibe cuando logra la quietud absoluta. Empieza a dolerle cuando se adormece, y así se despierta, y vuelven a nublarse sus ojos azules hasta que regresa el dolor que para ella no tiene nombre. No puede estimar la duración de la noche ni aspira al azar de alguien que atine a separar su cabeza del alambre.
Lonjas
manía por lo finísimo, esas
lonjas posibles a partir de
hojas filosas de velocidad
carnes quemadas por el verdugo
que las asa en busca de una terneza
que sólo él llama confesiones
cortes
exactos en las articulaciones
secciones de nervios
tendones abrumados por la hoja
trepanación del hueso
cartílagos, órganos que no ofrecen
resistencia
cuerpos al final son cuerpos helados
doloridos en la mesa del carnicero
apetitos despiertan
imaginación horror
sangre oscura que cae en forma de gotas
interminables
sobre otros
animales que lamen
Mi madre hierática no fue,
el padre mío sí, cantaba tangos
en la oscura siembra.
Imaginaba París para cantar
como un uruguayo.
Ah, los señores
que lo ungieron al arado.
Hemos sido insensatos,
sedientos, santos de catedral destruida,
infancias pobres, gauchitos giles,
del amor aquél cruel que suscita
desastre,
pero no descarten el futuro
en esos imbéciles de genealogía,
yo mismo
el instrumento, los bueyes,
mi padre y yo.
Rumba, descompensación
Rumba, descompensación, nada la turba,
ella danza todas las noches con su tocado de enfermera.
No es aparición ni mito,
es su manera de dirigir el rumbo
del martirio, impermeable a los sollozos.
Toca a uno levemente, quita una cánula allá,
sonríe con aire divino al moribundo que se resiste
y acomoda su brazo, que no la alcanza.
Al amanecer esquiva con gracia el grosero despertar
de los deudos, recoge con largos guantes
sábanas y trapos mojados a la intemperie del corredor.
Algunos la confunden con el deseo o con la muerte,
pero ella permanece ajena y silba canciones soeces
para refugiarse del dolor en los días feriados.
Su música es original en este salón para bailes agónicos.
El lucero del alba, el refucilo
El lucero del Alba, el refucilo, los fuegos fatuos
detrás de los álamos, mi padre busca
los animales dispersos en la tormenta.
Los rayos iluminan en su rotación grupos de vacas,
caballos, ovejas, gallinas y otros animales
que no hallan hueco entre los tamariscos.
Los perros gimen por galpones y corredores oscuros.
Mi padre corre para salvar lo posible, se engancha
en un alambrado y la mordida de un cerdo atascado
lo marca para siempre. Su mano mala.
El amanecer, siempre, salda la destrucción. Cada objeto
destruido, cada animal muerto, deja congoja y trabajo
a repetir, tareas de esclavo.
Con ropa seca y la gorra hasta las orejas, mi padre no habla,
empieza la reconstrucción de lo ajeno.
Abomina de la queja y de los patrones. Silba en su tumba, y me despierta
para jugar el juego del falso dormido.
Me ha legado la rabia, y una manera propia de mirar
el horizonte y los alambrados.
Palomas desalmadas
Plumas de palomas gordas brillan bajo el sol de abril, la luz intensa las oculta menos de lo necesario. Pájaros de la paz romana, domésticos, portadores de símbolos de superficie, materia grasa, expertos en masticar las cáscaras. Hay aquí y en todo recorrido pájaros así; ni siquiera las gaviotas cocineras, cuando vuelan pesadas tras la basura de los navíos cubiertos de óxido, apañan tan bien la tristeza de las tardes de olvido. Hay aquí paredones con leyendas que remiten a políticos muertos o presos, paredones de bloques bastos donde la turba orina de madrugada, tanques de agua cubiertos de moho y salitre; pero peor es ver la retirada silenciosa del atardecer, cuando los trabajadores regresan a las calles de barro, y las palomas apenas si se desplazan unos centímetros, estúpidas, desalmadas en su imagen de inocencia inútil.
(Punta Quilla)
El cuero agujereado
Destino para andar, caballos que la razón ha envejecido. Pastan ovejas que ya han intercambiado su sarna bajo la nieve. Tras la ventana de marco verde, alguien espera algo más triste que la muerte, maldice enfermedades que aún no conoce, insulta al viento y a la lluvia. Carecen de sentido sus predicciones, el sol o la sequía han de abrasar la tierra perdida, su cuerpo enflaquecido sobre un catre de lona, las botellas de ginebra en un sendero sinuoso que conduce hasta la orilla del cauce seco. Los cueros agujereados del ganado ya no cubren su flacura.
(Lago Rosario)
Aguaceros
Escribir lluvia de una manera tal que nadie dude de las gotas que caen sobre su corazón. Lluvia, como un trazo japonés o el gesto ínfimo de quien sabe amar o suicidarse sin maltratar su estética. Esta mujer quiere sentir el agua que no cae, no caerá jamás, sobre el desierto de Atacama. Sentada bajo un toldo de bolsas blancas, ella interrumpe la ruta interminable que atraviesa este largo desierto. Habla de la lluvia que ha de llegar, rodeada de quesos amarillos y un cabrito que ha matado por la mañana. El sol quiebra cualquier cabeza salvo la suya. Tiene un repertorio de lloviznas, de tenues gotas sobre las paredes de nylon, de invisibles cortinas de agua, de temporales arrachados de otra época, de vapores que se elevan desde la tierra seca. Esta mujer no miente, ni sueña: lleva aguaceros en la cabeza.
(Salar de Atacama)
El final
Azulejos blancos veteados de mugre cubren las paredes del Asilo. Antes de llegar al pabellón, sofocan la mente vahos de orina, la resaca de los vómitos, la desinfección imperfecta a base de fluido Manchester. Desde el marco de la puerta arrancada o caída, se distinguen las camas separadas por tabiques. Tapados hasta la barbilla, inmóviles con los brazos bajo la sábana, todos siguen con la vista la entrada del extraño. Uno oculta el cigarro encendido en la mano ahuecada, como si lo protegiera de un viento que lo azota. Sus piernas cuelgan de la cama, corvas de jinete, cubiertas por un cuero de oveja que no ha querido abandonar con el caballo. El olor del tabaco Caporal desprende una pequeña nube. El cacique dictará, tarde a tarde, el relato de una batalla. Sólo puedo contar lo que hemos perdido, dice, la verdad no es cuestión de memoria sino de poder. Recuerda a cada uno de sus capitanes, describe los uniformes del enemigo, las variaciones del clima. Es el final de una lucha sangrienta. La sangre y la cabeza del cacique parecen cubrir las paredes del Asilo. Su disparo retumba, cubre el pueblo cercano, el campo, atraviesa la bóveda celeste y lo lleva a cabalgar en silencio por las estrellas.
(Río Senguer)
Brilla lo que no existe
Nos guían en la ruta como espejos, estrellas que han existido; pero apenas son reflejos, astillas, vidrios, trozos de metales, ventanas esparcidas que el ojo no divisa. Son estrellas, entonces, aún guardan el brillo de lo que han sido antes de la destrucción. Pedazos de chapa que fueron techo para cobijar a quienes han muerto o huido, hierro retorcido que era una torre para medir, aspas de molinos que se destruyeron antes de que el agua apareciera. Fragmentos de botellas, de las que bebían con avidez en el desierto, vehículos descalabrados sobre caminos que taparon los arbustos. Brillan a nuestro costado, al frente y atrás de nuestra ruta, como si en el reflejo de cada objeto ya desahuciado viviera el ánima que siempre ha de precedernos. El ánima de lo que existe o no, es lo mismo.
(Puerto Santa Cruz)
Fuente: Revista Altazor